MOSAICO DE PASTA
Hubo tres muertes verdaderas entre tantas y tantas aparentes. El abuelo, el prieto, tendido en el corredor dejándose morir por quince minutos. El piso colorado de pasta como un gran tapete pétreo de 10 x 4 era un incendio con sus tronidos guturales de animal extraño.
La abuela hacia trapear los pisos dos veces al día, de tal manera que hubiera reflejo de luz en ellos. Los mosaicos los encargó en rojo porque quiso dar un toque de elegancia a su casona rústica. Aunque tuvo la piel blanca, ella sabía que en sus venas corría sangre indígena. Su casa natal fue un jacal de adobe y palma, en un solar amplísimo con noria y geranios. Ella era la menor de tres sobrevivientes en los 16 embarazos de su madre, era la güera de la familia con cabello rizado, tan parecida al padre que perdió con la leva. Ella era la estudiante con beca que terminó las tareas alumbrada por la luz en la bombilla de petróleo, la que no se bañó a jícarazos pues tuvo regadera de madera, la que trabajó desde los 16 enseñando en una escuela primaria donde la llamaban señorita sin haber tenido aún su primer regla, la que se casó de blanco con un pagador de gobierno. Ella era la que esperó pacientemente algunos meses para que su diseño hecho por artesanos, armado en piezas de 20 x 20cm y 23mm de grosor cubriera aquel suelo de tierra desnuda de su infancia y olvidar así la escoba de rama, el riego para aplacar el polvo dentro de la casa.
El abuelo hacia la siesta al final del corredor. Tendía su catre debajo de la mesa de corte de la abuela, a un lado de la balaustrada que da a la terraza donde la parra se urdía en techumbre verde y malva en verano. Siempre de tres a tres quince por la tarde los ronquidos rompían el canto de palomas y la parsimonia vespertina, el resuello de su respiración parecía venir de un hueco muy adentro al que siempre quise asomarme.
Hubo tres muertes verdaderas entre tantas y tantas aparentes. El abuelo, el prieto, tendido en el corredor dejándose morir por quince minutos. El piso colorado de pasta como un gran tapete pétreo de 10 x 4 era un incendio con sus tronidos guturales de animal extraño.
La abuela hacia trapear los pisos dos veces al día, de tal manera que hubiera reflejo de luz en ellos. Los mosaicos los encargó en rojo porque quiso dar un toque de elegancia a su casona rústica. Aunque tuvo la piel blanca, ella sabía que en sus venas corría sangre indígena. Su casa natal fue un jacal de adobe y palma, en un solar amplísimo con noria y geranios. Ella era la menor de tres sobrevivientes en los 16 embarazos de su madre, era la güera de la familia con cabello rizado, tan parecida al padre que perdió con la leva. Ella era la estudiante con beca que terminó las tareas alumbrada por la luz en la bombilla de petróleo, la que no se bañó a jícarazos pues tuvo regadera de madera, la que trabajó desde los 16 enseñando en una escuela primaria donde la llamaban señorita sin haber tenido aún su primer regla, la que se casó de blanco con un pagador de gobierno. Ella era la que esperó pacientemente algunos meses para que su diseño hecho por artesanos, armado en piezas de 20 x 20cm y 23mm de grosor cubriera aquel suelo de tierra desnuda de su infancia y olvidar así la escoba de rama, el riego para aplacar el polvo dentro de la casa.
El abuelo hacia la siesta al final del corredor. Tendía su catre debajo de la mesa de corte de la abuela, a un lado de la balaustrada que da a la terraza donde la parra se urdía en techumbre verde y malva en verano. Siempre de tres a tres quince por la tarde los ronquidos rompían el canto de palomas y la parsimonia vespertina, el resuello de su respiración parecía venir de un hueco muy adentro al que siempre quise asomarme.
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