jueves, 7 de noviembre de 2013

Vibrar al margen

Hace calor en La Habana. Camino de prisa para llegar al departamento de alquiler pero Clarissa insiste en detenerse por las calles para escuchar la música. Hace calor y ella parece no sentirlo mientras observa las palmas de los mulatos golpear los tambores, percutir las claves, raspar el güiro.    
Hay algo en la mirada de Clarissa mientras sigue las ejecuciones; respira diferente y al final sonríe. Tímida como es, deja que el ritmo le vibre pero mantiene su cuerpo quieto. Tengo que despertarla del éxtasis para andar unas cuadras más hasta que nos topemos nuevamente con el pulso de cueros y maderas que la hará suplicarme: por favor mamá, vamos a detenernos un ratito más.
Sé que escucha algo que no logro percibir. ¿Será a un dios ancestral que se reconoce en alguna gota de su sangre? ¿Quizá el espíritu de Añá dispuesto a revelarle su secreto? ¿Están los batá hambrientos de ser saciados con sus manos pequeñas? ¿o sólo es ese gozo profano que el calor caribeño alienta?
No estoy de acuerdo en regresar a México con una tumbadora de recuerdo, tampoco concedo trasladarnos con un bongó en el equipaje. Acepto llevarla a clases de percusiones y una vez aquí recorro las escuelas que ofrecen arte en busca de alternativas. No hay quién, no hay dónde. Lo más cercano es inscribirla en el grupo que aprende batería en una academia particular.
Pero no suenan igual ni se tocan con las palmas, me explica. Además en la clase sólo hay niños y me llaman: niña rara, niña rara. Porque ellos creen que las mujeres no tocan tambor, porque yo quiero tocar son, porque ellos quieren tocar rock… mamá ¿Qué nos hace diferentes?
Entiendo cuando me dice que no quiere volver más. Y ahora en casa, sus tambores hibernan en la esquina de un olvido fingido, se empolvan esperando la ocasión de volver a sonar.           
La miro por el retrovisor del auto mientras escucho su entusiasmo. El Festival traerá a la ciudad a Chichí Peralta y hay pendones por la avenida anunciando su presentación. Ella no sabe quien es él pero quiere ir a verlo porque en la imagen que se repite en los postes, Chichí aparece dando ritmo guaguancó con tres tumbadoras a la vez, y abajo unas letras que refieren que es invitado de República Dominicana. Dominicana, repite ella con aires de mundo, otra isla en el Caribe.
Clarissa estuvo contenta esperando por la noche que habría percusiones en la ciudad. El evento se programó en la plaza y asistió bastante gente, aunque quizá no tanta como la que Chichí logra reunir en otras partes del mundo. Nos fuimos adentrando poco a poco entre los cuerpos en búsqueda de un lugar que permitiera ver hasta el escenario. La alegría del merengue parecía no contagiar a los asistentes que apenas atinaban a moverse de un lado a otro cuando los animaba el intérprete. ¿De veras somos tan obedientes o acaso se asocia que en un evento cultural debemos comportarnos siguiendo cierto protocolo?  

Ella tampoco se animó a bailar, lo que quería era ver las manos del artista y escuchar un solo en sus tambores. Igual que muchos nos metimos al jardín, nos subimos a la fuente, tratamos de mirar las proyecciones en la pantalla. Pero cuando tienes 11 años, la estatura no te da para ver más allá de la espalda del que se encuentra adelante. Como no puedo ya cargarla en hombros, nos escurrimos de un lado a otro intentando una mejor visión. Luego de los apretujones llegamos al frente donde una valla metálica blanca delimitaba a una brevísima porción de la audiencia. En ese espacio había sillas y en los angostos pasillos otro público, otros que si bailaban alegremente. Clarissa sostenida en nuestros márgenes volvió entonces a dejar de lado los tambores: Mamá… ¿Qué nos hace diferentes?

Columna publicada en el periódico Expreso de Cd. Victoria y La Razón de Tampico, Tamaulipas. 
Portales electrónicos: Gaceta.mx y La Región Tamaulipas.
 Publicado el  12 de septiembre, 2013